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  • Selene Orega

Corona de estrellas

Capítulo 1


Cuando Stella era pequeña, creía que, por lo menos, había algo especial en ella: Su cabello. ¿A qué más podía aferrarse una niña huérfana de seis años?

En el orfanato, la señorita Williams siempre buscaba hacer comentarios agradables a todas las niñas, a diferencia de las demás trabajadoras del lugar. Y el comentario que ella siempre hacía a Stella era que su cabello era muy hermoso.

Muchas de las niñas del orfanato tenían cabello rubio, unas bastante más claro que otras, pero solo Stella tenía el cabello plateado.

Stella le creía a la señorita Williams, ¿por qué iba a mentirle, si siempre había sido buena con ella? Además, algunas de las niñas solían mirarla y señalar su cabello, mientras murmuraban cosas, seguro que estaban exclamando lo bonito que era aquel peculiar color.

Pero al cumplir los siete años, Stella se dio cuenta de que estaba equivocada.

No solían celebrarse los cumpleaños en el orfanato, ya que la directora siempre decía que no había recursos para festejos, que tenían que ahorrar para poder seguir manteniendo a todas aquellas niñas hasta que fueran adoptadas. Así que Stella invitó a algunas de sus compañeras a ir a jugar al jardín para celebrar su cumpleaños, pensaba compartir algunos de los dulces que, con mucho esfuerzo, había guardado de aquellas escasas ocasiones en que recibían alguno.

—¿Te invitó a ti también? —preguntó una niña de cabello castaño claro, un poco mayor que el resto.

—Sí, dijo que tendría una sorpresa para nosotros —contestó otra, que se alisaba la falda una y otra vez—. ¿Qué crees que sea?

—Si se trata de Stella, seguramente algo raro. No por nada tiene el cabello de ese color, seguramente sus padres eran unos fenómenos. ¿Cuándo has visto que alguien más tenga el cabello así?

Las dos niñas se rieron y fueron a la cocina a buscar algo que tomar sin permiso. A solo algunos pasos de distancia de donde ellas habían estado, Stella se encontraba muy quieta, tratando de asimilar lo que acababa de escuchar; soltó los dulces que llevaba en las manos y luego se arrodilló en el piso, para esconder la cara, que ya estaba llena de lágrimas.

Las niñas nunca la habían señalado porque pensaran que su cabello era bonito, sino porque era raro. Sollozó y sintió cómo la falda de su vestido comenzaba a humedecerse.

—¿Stella?

Stella levantó la cabeza y se limpió las lágrimas del rostro, aunque había más saliendo de sus ojos azul claro, del color del cielo, le había dicho la señorita Williams. Y era ella precisamente quien la llamaba.

—¿Qué es lo que sucede, Stella?

La señorita Williams se acercó hasta ella y se arrodilló para que sus rostros quedaran uno frente al otro. Le sonrió con dulzura y le limpió las lágrimas de las mejillas, que estaban sonrosadas debido al llanto.

—¿Por qué lloras?

—Yo… —Stella dudó, ¿sería correcto delatar a sus compañeras?—. Escuché…

—¿Te dijeron algo grosero?

—Ellas creen… ellas creen que mi cabello tiene un color raro, que soy un fenómeno.

En cuanto la escuchó, la señorita Williams le acarició el cabello, que le caía a Stella alrededor de la cara, tan lacio como una cascada de plata.

—Bueno, algunas personas no tienen buen gusto, ¿no crees?

Stella dejó escapar una risita, mezclada con los sollozos. Aun así, volvió a bajar la mirada, que luego se posó sobre los dulces que estaban regados por el piso.

—Ven, no debes pasar tu cumpleaños llorando. —Le ayudó a recoger los dulces y luego a ponerse de pie—. Guárdalos y come uno cuando estés triste, ya verás que eso te ayuda a sentirte mejor.

Stella asintió, guardando los dulces en los bolsillos de la falda, era lo único bueno que tenía aquella prenda, que era de un espantoso color marrón.

—Tengo una sorpresa para ti, pero debe quedar entre nosotros, ¿de acuerdo?

La señorita Williams no esperó a que Stella contestara algo, la tomó de la mano y la hizo caminar a su lado a través del jardín.

El orfanato estaba cerca de la ciudad de Salisbury, aunque no lo suficientemente cerca para hacer visitas frecuentes o que las niñas pensaran en escaparse para ir a curiosear, era necesario viajar en caballo o en carruaje para llegar hasta ahí.

Pero eso le daba al orfanato mucho espacio para el jardín, ya que el edificio, enorme, con paredes de piedra grisácea y cubiertas de pabellón y mansardas, se encontraba en medio de la nada.

La señorita Williams la llevó a la parte más alejada del jardín, donde casi a ninguna niña le gustaba ir, porque estaba rodeado de rosas y la directora les tenía prohibido correr alrededor para evitar que mancillaran sus plantas.

Escondida entre los rosales había una cajita de cartón blanco. Stella la miró con curiosidad cuando la señorita Williams la puso entre sus manos.

—Feliz cumpleaños, Stella. —Le sonrió—. Sé que no es mucho, pero no podía dejar de darte un regalo.

Stella abrió la caja y encontró una tarta de queso con frutas. Suprimió un chillido al ver el postre, decorado con fresas, zarzamoras y frambuesas.

—¿De verdad es toda para mí?

—Por supuesto. Pero debes comerlo antes de regresar adentro, ¿de acuerdo? Generalmente las demás niñas no reciben regalos de cumpleaños.

Eso Stella lo sabía muy bien y también estaba consciente de que ese regalo había sido pagado con el dinero de la señorita Williams, la directora jamás hubiera dado ni un centavo para la tarta, lo consideraría un lujo innecesario.

—Muchas gracias, señorita Williams.

—Disfruta de tu tarta y no más lágrimas, ¿de acuerdo?

Stella asintió y vio cómo su largo cabello castaño se ondeaba mientras se alejaba.

Se sentó sobre el césped y, pesar de ser más bien largucha, trató de quedar escondida entre los rosales. Volvió a admirar la tarta y, después de un par de minutos, por fin tomó una fresa y se la comió. Sabía exquisita, pocas veces tenían oportunidad de comer ese tipo de frutas.

Tomó una frambuesa y, cuando estaba por meterla a su boca, notó que un cuervo se había posado a unos cuantos pasos de ella y la miraba fijamente. Stella no temía a los animales, de hecho, era de las pocas niñas a las que no le importaba tocarlos, fuera un bicho o alguna ardilla que rondaba los jardines.

Pero aquel cuervo era diferente. No se había posado frente a ella buscando algo que comer, la estaba mirando. Y lo más raro: Tenía los ojos grises. Su primer pensamiento fue que era ciego, pero no parecía serlo, por como parecía mirarla. Stella no había visto muchos cuervos en su vida y, ciertamente, nunca había visto a uno como el que tenía enfrente.

Se quedó quieta, mirándolo. Él se acercó lentamente, hasta que quedó a unos cuantos centímetros de Stella. Sin saber qué más hacer, acercó la frambuesa al cuervo, ofreciéndosela.

El cuervo no la tomó de inmediato y Stella casi podría jurar que estaba decidiendo qué hacer, ya que miraba la frambuesa y luego la miraba a ella, si es que se podía llamar «mirar» al hecho de que movía la cabeza de un lado a otro de forma muy curiosa.

Al final, el cuervo tomó la frambuesa, luego la dejó caer sobre el césped y comenzó a picotearla. Stella no puso reprimir una risita, aquel sí que era un animal extraño, aunque de alguna manera, le parecía un poco adorable.

Stella continuó comiéndose la tarta y compartió otra frambuesa con el cuervo. Era el último día de febrero, así que el clima aún era un poco frío, pero a Stella no le importó, aquella tarde en el jardín, bajo los escasos rayos del sol, en compañía de aquella ave, había terminado siendo un buen cumpleaños.

★ ★ ★

Stella nunca fue particularmente parlanchina, así que desde que descubrió que su color de cabello era tema de burla, se hizo aún más huraña. Había unas cuantas niñas que la saludaban o se sentaban a comer con ella de vez en cuando, pero no eran precisamente sus amigas. Así que siguió refugiándose con la señorita Williams, quien siempre tenía palabras de aliento y positivismo para ella.

Todas las niñas se levantaban temprano, tenían sus clases durante toda la mañana y después de la hora de la comida, realizaban sus labores escolares en el mismo salón de clases. Una vez terminadas sus actividades, las niñas podían usar su tiempo como desearan, aunque tenían prohibido ir más allá del jardín.

Stella siempre cumplía con esas indicaciones, sin embargo, se había vuelto a topar con el cuervo de ojos grises, lo cual cambió un poco esa rutina.

El cuervo apareció de nuevo un par de días después de su cumpleaños, Stella lo vio a través de las ventanas del salón de clases, estaba sobre la rama de un frondoso árbol. Nadie más parecía haberlo notado, aunque no era de sorprender, solo Stella soñaba despierta mirando al jardín y fue así que lo había visto.

Por algunos días, Stella se dedicó a buscar al cuervo, porque siempre regresaba al mismo árbol, a la misma rama; era casi como si encontrarlo escondido entre las hojas fuera su misión del día.

Pero a la segunda semana, una vez que terminó sus deberes, fue directamente al jardín a buscar al cuervo. Las demás niñas jugaban y corrían por todo el rededor, pero lo único que hacía Stella era observar al cuervo y sonreír cuando se daba cuenta de que él también la miraba.

Como nadie la invitaba a jugar, aquel árbol se volvió su refugio. Se enseñó a trepar en él (aunque no sin haberse caído un par de veces) y cuando alcanzaba la rama donde el cuervo se posaba, éste no volaba por su cercanía, se quedaba muy quieto, mirando a Stella.

Ya no pasaba el tiempo deseando que las niñas la invitaran a jugar o recorriendo el orfanato hasta la hora de la cena, la compañía del cuervo era lo que más le gustaba, así que siempre que iba al árbol llevaba un libro o el trabajo de costura incompleto que la señorita Williams le estaba enseñando a hacer.

Stella no sabía qué comían los cuervos, pero siempre guardaba una porción de su comida (que de por sí era poca) y se la llevaba a su emplumado amigo. A veces, incluso se escapaba rápidamente después de la cena para dejarle algo bajo la rama del árbol, esperando que el cuervo la encontrara.

La única que reparó en que Stella tenía contacto con el cuervo fue la señorita Williams, quien había visto a la niña, día tras día, trepar al árbol y acariciarlo.

—Te has hecho de un nuevo amigo, ¿eh?

—¡Sí! —respondió Stella emocionada.

Ambas estaban sentadas entre los rosales, disfrutando el clima primaveral. El cuervo se encontraba posado sobre el hombro de Stella, muy quieto, aunque con las alas ligeramente grifas.

—¿Le digo un secreto?

La señorita Williams sonrió, dándole a entender a Stella que podía confiar en ella.

—El otro día, Anne estaba diciendo cosas sobre mi cabello, ya sabe. —Se alzó de hombros—. Y entonces apareció Ónix y le dio un picotazo. Fue muy divertido.

—Los cuervos tienen una memoria excepcional —explicó la señorita Williams—. Siempre recuerdan quien los trata bien y quien no. —Extendió la mano, tratando de que Ónix se posara en ella. El cuervo la miró, pero no se movió—. Y por lo que veo, has sido muy buena con él si pasa tanto tiempo contigo.

—Me gusta que esté conmigo.

—Es un buen amigo, cuídalo bien.

Al final, Ónix sí voló a la mano de la señorita Williams, así que Stella sabía que le había dado su aprobación.

★ ★ ★

Los días se convirtieron en semanas, luego las semanas en meses y fue así que Stella continuó su singular amistad con el cuervo.

Las niñas habían comenzado a murmurar de eso también, pero Stella había decidió hacer oídos sordos a sus comentarios, después de todo, ¿qué podía hacer? No quería dejar abandonado al cuervo, el único que realmente no parecía escandalizado por nada sobre ella.

Sin embargo, por mucho que Stella estuviera encariñada con Ónix, había un deseo secreto que él no podía ayudarle a obtener: Una familia.

Muchas de las niñas de su edad ya se habían ido del orfanato, adoptadas por parejas que parecían los padres ideales. Incluso las niñas mayores habían conseguido una familia, pero Stella seguía ahí, nadie la había mirado, ni tratado de hablar con ella para saber si sería la hija que estaban buscando.

Cuando estaba por cumplir diez años, vio que una pareja adoptaba a las últimas dos niñas que habían crecido con ella; se habían ido todas. Había más niñas, claro, porque nunca dejaban de llegar al orfanato, aunque eso solo aumentaba la tristeza de Stella, porque era la única que seguía ahí año tras año.

Un día simplemente no pudo más y comenzó a llorar, sentada bajo la sombra del árbol, con Ónix posado en su hombro. El cuervo, al escuchar sus sollozos, movió el pico hacia la mejilla de Stella, casi como si estuviera tratando de hacerle una caricia.

Stella se había tapado el rostro con ambas manos, así que no se dio cuenta de que la señorita Williams se había sentado a su lado; fue hasta que sintió que la abrazaban que se descubrió la cara, topándose con los ojos castaños de aquella dulce mujer que era la única que parecía tenerle afecto.

—¿Qué sucede, Stella?

Stella dudó. ¿Se sentiría mal la señorita Williams si le decía que deseaba irse del orfanato? Ella siempre había sido muy amable y definitivamente la extrañaría si se fuera, pero tener una familia… era algo que anhelaba con todas sus fuerzas.

—Todas las niñas con las que crecí… todas tienen una familia ahora. Y yo…

—Oh, Stella.

La señorita Williams la abrazó más fuerte, haciendo que la niña sintiera deseos de seguir llorando y que Ónix volara al contacto, aunque solo se posó a un lado de Stella.

—Sé que puede ser difícil ver que todas se han ido y es totalmente comprensible que desees ir con alguna familia. Pero entiende esto. —Le tomó el mentón a Stella y la hizo mirarla—. Cuando sea que ese momento llegue, porque seguro que llegará, la pareja que te lleve con ellos serán personas maravillosas que te harán muy feliz, porque no puedo ser de otro modo, no con una niña tan bonita y noble como tú.

Stella no pareció muy convencida, pero asintió, mientras la señorita Williams le acariciaba el cabello con ternura.

El tiempo siguió pasando. Stella había aceptado las palabras de la señorita Williams, aunque de alguna manera, secretamente, sentía que nadie la adoptaría jamás, que estaba destinada a permanecer en el orfanato por siempre.

Por lo menos, si seguiría ahí, estaría acompañada de la señorita Williams y de Ónix, ellos eran todo su consuelo y felicidad en aquel lugar que se sentía tan sombrío todo el tiempo.

Pero nuevamente, Stella se equivocaba.

A un par de días de su cumpleaños número doce, la señorita Williams le pidió a Stella que se encontraran en el jardín, entre las rosas, ya que aquel espacio se había convertido en su lugar especial.

Stella acudió a la cita puntualmente, acompañada de Ónix, que estaba posado en su hombro. Sentir las garras del ave se había convertido en algo habitual y cuando él no estaba, se sentía un halo de vacío.

Stella sonrió cuando vislumbró a la señorita Williams acercarse. Sin embargo, al tenerla frente a ella, la miró con curiosidad, no estaba vistiendo el uniforme del orfanato, lucía un bonito vestido en rosa pastel con una pomposa falda.

La señorita Williams le sonrió, a la vez que se arrodillaba frente a ella y luego le entregaba una pequeña caja en color blanco. Stella sabía qué era, porque cada cumpleaños, sin falta, recibía una tarta, aunque no comprendía por qué se la estaba entregando en ese momento, cuando no era su cumpleaños aún.

—Mi bella Stella. —Le acarició la mejilla—. Este año tengo que entregarte tu regalo antes, porque…

La sonrisa de la señorita Williams se tambaleó en sus labios y luego suspiró con un halo de pesar.

—Me temo que no podré estar aquí el día de tu cumpleaños.

—¿Por qué?

—Yo, ehm… he encontrado una persona con la que viviré de ahora en adelante. —Instintivamente, se tocó la sortija que llevaba puesta—. Pero esa persona vive en otra ciudad y yo…

—¿Se irá?

La señorita Williams escuchó el temor que invadía la voz de Stella y no pudo evitar que las lágrimas se le escaparan. Se le empañó la vista mientras miraba aquella niña que tenía el rostro con una expresión de total desconcierto.

—Ay, Stella. —La abrazó con fuerza y sus lágrimas se perdieron entre los deslumbrantes cabellos plateados de la niña—. No quisiera dejarte aquí, has sido mi luz en todos estos años en este lugar.

Stella se sentía igual sobre ella, pero entonces, ¿por qué se marchaba? ¿Por qué iba a dejarla sola en el orfanato?

—Tengo que irme ahora. —Se separó de Stella, volviendo a mirar su rostro, que ahora también estaba inundado de lágrimas—. Pero regresaré por ti —prometió—. No sé cuánto tiempo tarde, pero voy a regresar por ti —repitió—. ¿De acuerdo?

Stella asintió mientras sollozaba. Sus manos, sin que se diera cuenta, se habían aferrado con fuerza a la falda de su vestido; no quería soltarla, sentía un terror descomunal de verla marchar.

 —¿Samantha?

Ambas dirigieron la vista hacia el lugar de donde provenía aquella profunda voz. Se trataba de un hombre, alto y delgado, con cabellos rubios y ojos en tono miel. Entonces, Stella lo comprendió, era la persona de la que la señorita Williams hablaba, era con quien se iría, quien se la llevaría de su lado.

El desconocido se acercó, se puso de cuclillas al lado de la señorita Williams y miró a Stella, dándole una sonrisa.

—Tú debes ser Stella.

Stella lo miró con desconfianza y sintió que en su pecho se alojaba algo que no había sentido antes: Resentimiento. Aquel hombre se llevaría a la única persona que había sido buena con ella, quien la había querido, quien la había acompañado; por su culpa, se quedaría sin nadie en quien confiar.

—No estés triste. Samantha y yo regresaremos a verte.

Aquellas palabras no le dieron consuelo alguno a Stella y la señorita Williams parecía haberlo notado, sobre todo, porque tampoco eran consuelo para ella.

—Cuídate mucho, Stella. —Le limpió las lágrimas del rostro y luego le dio un beso en la frente—. Nos veremos más pronto de lo que crees.

La señorita Williams se puso de pie, le dio una sonrisa triste y comenzó a alejarse de la mano del desconocido.

Stella se quedó mirando el camino por el que Samantha Williams había desaparecido, mientras sostenía la caja con la tarta.

El graznido de Ónix la hizo volver a la realidad. El cuervo se había vuelto a posar sobre su hombro y metía el pico entre su cabello suelto, al parecer, tratando de consolarla.

—Supongo que ahora somos solo tú y yo, Ónix.

Abrió la caja, mostrando la tarta llena de frutas. Tomó una frambuesa y se la dio a Ónix, como lo había hecho cada año desde que sus caminos se habían cruzado.

El resto del día le pareció un borrón, no había prestado atención a nada a su alrededor desde que la señorita Williams se había marchado. Además, solo ella parecía estar sufriendo por esa terrible noticia, las demás trabajadoras y niñas del orfanato no mostraban signos de que les importara en lo absoluto.

Por la tarde, cuando todas las niñas fueron llamadas para dejar el jardín e ir al comedor, Stella hizo pasar a Ónix de su hombro a su mano.

—Ahora somos solo tú y yo, Ónix —repitió—. Te veré mañana.

Stella vio a Ónix emprender el vuelo, sin saber que esa sería la última vez que lo vería.

 

Capítulo 2

 

Caminaba por un pasillo ancho que parecía no tener fin. Vestía un camisón blanco, tan largo que arrastraba en el piso, cubriendo sus pies desnudos. Había enormes ventanales a su alrededor, pero no podía vislumbrar nada a través de ellos, todo lo que veía era su reflejo en las paredes que estaban hechas de reluciente cristal, ¿o eran espejos?

Su cabello plateado relucía, casi como si brillara en sintonía con las paredes a su alrededor. Una luz apareció al final del pasillo, pero éste era tan extenso, que la luz se veía a kilómetros de distancia. Caminó más rápido, si llegaba a la luz, algo buen pasaría, tenía ese presentimiento.

Comenzó a correr. Corrió y corrió y cuando estuvo a escasos metros de la luz, una calidez invadió su pecho. ¿Qué era aquel lugar? ¿Y aquella luz?

—Está yendo hacia ti…

¿De quién era esa voz? ¿Qué cosa estaba yendo hacia ella? No podía ver nada, estaba sola en el pasillo, rodeada de destellos.

Cuando finalmente estuvo frente a la luz, extendió el brazo, quería tocarla y descubrir que había tras ella o dentro de ella. Estiró la mano, sintió el calor en las yemas de sus dedos, pero por más que se esforzó, su mano no pudo aferrarse a nada.

Repentinamente, la luz pareció explotar. No hubo ruido ni dolor, pero tuvo que cubrirse el rostro con los brazos para evitar que la luz la cegara.

Se sentó sobre la cama, jadeando y sudando. Miró a su alrededor, aunque no logró percibir gran cosa, porque las luces se habían apagado desde mucho rato antes. Las demás niñas estaban muy quietas en sus camas, durmiendo.

Exhaló, tratando de calmarse, solo había sido un sueño. La luz de la luna entraba a raudales por la ventana, dejando caer una gruesa línea de luz sobre el piso, aunque no iluminaba la mayor parte de la habitación.

Stella se levantó de la cama y fue hasta el reloj de pared que estaba junto a la puerta de entrada. Solo eran unos minutos después de la medianoche. Sintió un halo de tristeza al saber que su cumpleaños había llegado y estaba destinada a pasarlo sola.

La señorita Williams se había ido y Ónix no había vuelto a aparecer desde ese mismo día, así que parecía que ambos la habían abandonado.

Regresó sus pasos hasta su cama, que era la más cercana a la ventana, y se sentó. Cuando estaba a punto de acostarse nuevamente, notó que una sombra se reflejaba a través de la ventana, haciéndola estremecer.

Tomando valor, se levantó de nuevo y se acercó a la ventana, conteniendo la respiración y temiendo encontrar algo digno de una historia de terror. Cuando estuvo frente a la ventana, exhaló de alivio al notar que se trataba de un gato negro.

Quitó los seguros y abrió despacio, para evitar hacer ruido y despertar a las demás. El gato estaba sentado sobre el alféizar que sobresalía por fuera de la ventana; era estrecho, pero el animal se había hecho caber perfectamente.

Stella lo miró algunos segundos, mientras el gato se ponía de pie y se acercaba a ella con movimientos gráciles, sin parecer preocupado por la posibilidad de caerse. Ella le acarició la cabeza, sintiendo su suave pelaje y logrando que el felino comenzara a ronronear.

—Shhh, alguien podría escucharte —susurró Stella, desconociendo si el animal realmente entendería su mandato.

Cuando alejó su mano, él levantó la cabeza y la miró. Stella suprimió un chillido al notar que los ojos del gato eran grises. Tuvo una rara sensación ante ese descubrimiento, aunque no sabía qué significaba en realidad. Giró la cabeza para revisar que las demás siguieran durmiendo y al notar que así era, suspiró y miró al gato de nuevo.

—Ven aquí. —Stella lo tomó entre sus brazos.

Era un gato grande, aunque lo suficientemente esbelto para habérselas arreglado para subir al primer piso y aparecer ahí. Stella lo soltó sobre su cama y luego se sentó, mirándolo de nuevo.

—Puedes quedarte aquí si quieres, pero debes ser silencioso y permanecer conmigo, ¿de acuerdo? Si otra niña te ve, ambos tendremos problemas.

Stella se imaginó a alguna de las encargadas espantando al gato con una escoba y cómo posterior a eso le daría algún castigo a ella por dejarlo entrar. Claro que era algo que el gato no comprendería, pero esperaba que fuera un animal bien portado.

Suspiró y fue a cerrar la ventana antes de volver a acostarse en la cama, haciendo que el gato se quedara a su lado, escondido entre las cobijas.

—Por favor, pórtate bien —pidió en tono bajo.

El gato no se movió, no hubo maullidos ni más ronroneos, únicamente se pegó más a Stella, haciéndola sentir una calidez agradable que la llevó al mundo de los sueños de nuevo.

★ ★ ★

Cuando Stella despertó al día siguiente, se sobresaltó al notar que el gato no estaba junto a ella. Se levantó de la cama casi de un salto, logrando que las demás niñas la miraran con el ceño fruncido; ella les sonrió forzadamente y comenzó a inspeccionar el lugar con la mirada.

El gato no se veía por ningún lado, así que esperaba que estuviera escondido y nadie lo viera antes de que ella regresara a la habitación. Cuando se agachó para sacar sus zapatos de debajo de la cama, soltó un suspiro de alivio cuando se encontró con un par de ojos grises. El gato estaba ahí, hecho ovillo sobre una vieja frazada que Stella tenía olvidada.

Stella continuó preparándose para ir al comedor, aunque muy lentamente, necesitaba que todas las niñas salieran de la habitación antes que ella. Cuando estuvo sola, miró al gato de nuevo.

—Estaré fuera casi todo el día. Dejaré la ventana abierta, si es que quieres salir —le dijo Stella, sintiéndose un poco tonta de darle indicaciones a un gato—. Pórtate bien.

A diferencia de Ónix, que siempre la encontraba en el jardín, tener un gato escondido en la habitación era mucho más peligroso, con posibilidad de que el minino decidiera hacer alguna travesura y Stella recibiera una reprimenda por ello.

Salió y se encaminó al comedor, pero mientras desayunaba y luego mientras recibía sus lecciones, sus pensamientos siempre eran sobre el gato, la tenía inquieta pensar qué podría descubrir al llegar a la habitación.

Después de la hora de comer y antes de ir a hacer sus deberes del día, Stella fue a la habitación, llevando una porción de comida. Para su tranquilidad, no se veía desorden alguno y el gato seguía debajo de la cama.

—Lo estás haciendo muy bien. —Sonrió y luego puso la comida a su lado—. Iré a hacer los deberes y luego estaré en el jardín. Sería bueno que bajaras un rato, pero si quieres quedarte aquí, solo sigue sin hacer desorden, ¿de acuerdo?

No es que Stella esperara una respuesta, pero la hacía sentir más tranquila decirle todo aquello, parecía haberlo entendido hasta el momento. Ónix siempre parecía haberle entendido, así que, ¿por qué no intentarlo con ese gato? Suspiró. Pensar en Ónix todavía la entristecía, ¿qué había pasado con él?

Por la tarde, cuando Stella fue al jardín, se encontró con el gato ahí, pero lo más curioso era que estaba justo en la rama que ella solía ocupar, cuando Ónix todavía rondaba el orfanato.

—Acertaste —dijo Stella, a la vez que comenzaba a trepar—. Hazme un espacio.

Sorprendentemente, el gato lo hizo. Cuando Stella se posó en la rama, él se acercó y se puso a su lado; ella le acarició la cabeza, logrando que el felino comenzara a ronronear.

—¿Eres mi regalo de cumpleaños, acaso?

El gato la miró, luego posó la cabeza en la pierna de Stella, casi pidiendo que lo siguiera acariciando. Ella sonrió y lo hizo. Nadie se había acordado de su cumpleaños, así que aquel felino era su única compañía del día.

Cuando Stella dejó el jardín para ir a cenar, nuevamente volvió indicarle al gato qué hacer. Una hora más tarde, corrió hasta la habitación, para ser la primera en llegar, alegrándose al ver que el gato estaba esperando debajo de la cama; le dio la pequeña porción de comida y luego comenzó a cambiarse la ropa, para que las demás niñas no sospecharan nada.

Las luces se apagaron. Stella esperó hasta que la habitación se sumió en total silencio antes de levantarse de la cama y buscar al gato.

—Ven aquí. —Lo sacó de debajo de la cama.

Su cama era estrecha, pero Stella pudo hacer un hueco para que el gato se echara a su lado, luego tapó a ambos con las frazadas.

—Buenas noches —susurró, antes de quedarse dormida.

★ ★ ★

Stella se quedó con el gato, al cual nombró Sombra. Aunque quizá no fue tanto su decisión que se quedara, sino más bien la del gato de no irse.

Ahora que era mayor, Stella era más cuidadosa con respecto a dejar que las demás niñas vieran a Sombra. Lo habían visto rondando en el jardín, pero jamás se habían percatado de que pasaba las noches en la habitación, de haberlo visto, lo habría sabido enseguida, ya que parecían tenerle cierto recelo por ser negro y hubieran armado un escándalo.

A pesar de que Sombra se había vuelto su nuevo y único amigo en el orfanato, no lograba que dejara de extrañar a la señorita Williams. También echaba de menos a Ónix, pero la señorita Williams era diferente, con ella había podido hablar, escuchar historias fantásticas y aprender de costura y jardinería.

Y a pesar de la vaga promesa que había hecho, Stella le creía. Si la señorita Williams había dicho que regresaría por ella, lo haría, aunque tardara en hacerlo. La esperaría, de cualquier manera, no tenía ningún otro lugar al que ir, había dejado de hacerse ilusiones con respecto a encontrar una familia.

Estando bajo la sombra de su árbol favorito, garabateaba sobre su cuaderno, dejando que el tiempo corriera hasta que fuera la hora de cenar.

—¿Qué tanto escribes?

Un grupo de niñas se había acercado y Jane, la que parecía ser la líder, le arrebató el cuaderno a Stella. Ella se puso de pie inmediatamente, pero las demás no le permitieron que lo recuperara.

—Stella Williams —dijo Jane con burla y las demás se rieron al escucharla—. ¿Eres tonta, acaso?

Stella frunció el ceño y le arrebató el cuaderno a Jane, aunque parecía no interesarle, ya tenía algo con qué burlarse de ella.

—Tu adorada señorita Williams se casó y se fue, así que ya no se apellida así y, además, si te quisiera con ella, te hubiera adoptado al irse.

—Las adopciones llevan tiempo —contestó Stella, acongojada.

—Trabajó aquí por años, sabía bien los trámites. Pudo haberlos iniciado desde hace mucho tiempo, pero no lo hizo. —Sonrió socarronamente—. No te quiere. Nadie te quiere, jamás van a adoptarte.

Stella se había prometido ya no hacer caso a las burlas de sus compañeras, pero en ocasiones le era imposible no escucharlas, conseguían ser crueles de una forma u otra.

Se le llenaron los ojos de lágrimas, a la vez que abrazaba el cuaderno con fuerza. Repentinamente, Sombra apareció a su lado, logrando que todas las niñas parecieran incómodas ante su presencia. Sombra le bufó a Jane, quien pareció asustada de inmediato, además de que logró que algunas de ellas se marcharan.

—Sombra, no —dijo Stella, tragándose los sollozos.

Sombra parecía a punto de brincar sobre Jane, pero finalmente se quedó al lado de Stella.

Cuando todas las niñas se marcharon, Stella volvió a sentarse bajo el árbol, aunque su ánimo había decaído totalmente.

—Sí que tenía ganas de que la mordieras —confesó, mientras lo acariciaba—. Pero habrían pedido que te echaran de aquí y no podrías pasear por el jardín libremente.

Sombra ronroneó y una débil sonrisa apareció en el rostro de Stella.

—Tú no les crees, ¿verdad? —Suspiró—. Sé que no conociste a la señorita Williams, pero ella no rompería su promesa. Va a regresar por mí.

Stella estuvo en el jardín hasta que notificaron a las niñas que era hora de cenar. Acarició la cabeza de Sombra y le susurró que lo vería en la habitación, como cada noche.

★ ★ ★

Estaba en una habitación con paredes de cristal, sentada sobre la cama. Sintió la seda de las sábanas sobre las que estaba, de un color blanco tan pulcro que casi parecía desprender destellos. Llevaba un vestido azul claro, como el color de sus ojos; era largo y holgado después del busto.

Casi como un murmullo, escuchó música, más allá de la enorme puerta que la separaba del pasillo. Se levantó y se miró en el espejo que cubría la mitad de una de las paredes de la habitación. Su cabello resplandecía bajo una tiara de cristales azules, del mismo tono de su vestido.

Se dirigió hacia la puerta y al tomar la perilla, sintió una calidez que le recorrió todo el cuerpo. No estaba asustada, aunque la situación le resultaba inusual. Abrió la puerta y salió, encontrando un enorme pasillo recubierto de cristal y plata; en las paredes no había nada que la guiara, así que solo caminó, atraída por las notas, que cada vez se escuchaban más cerca.

Las risas flotaban en el aire. Parecía que pronto se encontraría con los dueños de aquellas risas y de los creadores de aquellas bellas notas. Pero por más que caminaba, el pasillo no parecía terminar, solo le permitía escuchar todo con mayor claridad.

Una luz la alcanzó y se posó frente a ella. Cuando trató de tocarla, se transformó en la silueta de un ave, que voló alrededor de ella, logrando que sus cabellos se movieran al compás del viento. Repentinamente, la luz volvió a transformarse y vio la silueta de un gato caminar a un lado de ella; se agachó para tocarlo, pero la luz volvió a volar libre, sin forma y, sin que lo esperara, se hundió directamente en su pecho.

Inhaló con fuerza y se sentó de golpe, haciendo que las frazadas se resbalaran de la cama. Agradeció infinitamente encontrarse sola en la habitación, de lo contrario, seguramente habría despertado a alguien.

Esperó unos segundos para que su respiración se calmara, luego se levantó y fue directamente a encender la luz. Al caminar de regreso a la cama, no pudo evitar echarse un vistazo en el espejo: Su cabello estaba desordenado, pero no había resplandor en él, como lo había visto en sus sueños.

El camisón de dormir mostraba las ligeras curvas que se habían acentuado en su largucha figura, ya que había dejado la niñez desde hacía algunos años. Suspiró y trató de desenredarse el cabello con los dedos, a pesar de que se enredaría de nuevo en cuanto volviera a dormir.

Sombra salió de debajo de la cama. A pesar de que Stella había recibido una habitación para ella sola desde que cumplió quince años, se habían quedado acostumbrados a que él se escondiera, solo en caso de que alguien husmeara.

Como nadie la había adoptado, la directora parecía haber dado por hecho que Stella viviría ahí y se convertiría en una de las trabajadoras que cuidaban a las niñas, aunque claro, sin pago extra, suficiente hacía con darle un techo y alimentarla.

Stella no se quejaba, hubiera sido peor que le hubieran pedido irse, porque no tenía a donde ir. Por lo menos tenía su propia habitación, diminuta, pero suya.

—Ven —llamó a Sombra, dando un golpecito al colchón.

Sombra obedeció y brincó a la cama, posándose a un lado de Stella, quien le acarició la cabeza de inmediato.

—Otra vez esos sueños, Sombra.

Desde su cumpleaños doce, había tenido esos extraños sueños. A veces solo tenía la sensación de caminar entre luz o sentir el tibio contacto de algo que no podía ver; pero había ocasiones en que los sueños eran claros, veía habitaciones y pasillos que no reconocía, aunque de alguna manera le resultaban familiares.

No soñaba con eso todos los días, a veces simplemente eran sueños amargos donde las niñas del orfanato se reían de ella o veía a la señorita Williams marcharse sin despedirse.

Giró la cabeza y miró el reloj de pared, pasaban unos minutos de la medianoche.

—Feliz cumpleaños para mí —dijo Stella y luego lanzó un suspiro.

Sombra le mordió la manga del camisón, logrando que Stella lo mirara. Cuando iba a acariciarlo, él bajó de la cama, se dirigió a la puerta y se paró en dos patas, recargando su peso en ella.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué no sales por la ventana?

Sombra no se movió y maulló, indicándole que abriera la puerta. Stella bufó, aunque terminó poniéndose de pie y fue hasta él, para dejarlo salir. Sin embargo, cuando ya tenía forma de irse, Sombra se quedó ahí, mirándola y maullando de nuevo.

—¿Quieres que vaya contigo?

Otro maullido. Stella se alzó de hombros y comenzó a caminar tras Sombra.

Durante todos sus años en el orfanato, había aprendido a moverse por él casi con los ojos cerrados e incluso había encontrado atajos para llegar a la cocina o salir al jardín.

Sombra la llevó a la puerta de salida del orfanato, logrando que Stella frunciera el ceño. Se alegraba de que su habitación ahora estaba en la planta baja y le era más fácil escabullirse por todo el lugar.

Sombra se movió a través del jardín, con Stella tras él. Cuando llegaron hasta el puente, ella se detuvo de inmediato.

—Creo que tendrás que ir solo desde aquí.

Ninguna niña lo había cruzado, ni siquiera Stella, ahora que era una adolescente. El puente estaba sobre un riachuelo que corría donde terminaban los terrenos del orfanato y cruzándolo, se encontraba un bosque que no parecía tener fin. Nunca le había interesado cruzar el puente y ciertamente no se sentía tentada en ese momento, mucho menos porque ya pasaba de medianoche.

Sombra maulló y maulló, cada vez con más intensidad, hasta que Stella comenzó a preocuparse. El orfanato estaba bastante lejos del puente, pero todo estaba en total silencio y los maullidos de Sombra sonaban histéricos, casi como si el viento se encargara de hacerlos llegar a todos lados.

—Está bien, ya voy.

Sombra dejó de maullar de inmediato, logrando que Stella resoplara.

Siguió a Sombra entre los árboles, ningún camino marcado, aunque de alguna manera, parecía que el gato sabía bien a donde iba.

Llegaron a un claro, había troncos secos y algunas rocas de tamaño considerable; Sombra se posó sobre una de ellas.

Stella se estremeció, tanto por el clima frío como por los ruidos irreconocibles que rompían el silencio del bosque. Miró alrededor, esperando no encontrar algún animal salvaje que pudiera atacarlos.

Sombra maulló, logrando que Stella enfocara su atención en él de nuevo.

—¿Qué demonios hacemos aquí, Sombra?

Evidentemente, el gato no respondió, pero lo que sucedió después dejó a Stella impactada: Sombra había comenzado a rodearse de una luz blanquecina. Esa luz le recordaba a las que había visto en sus sueños, pero no era posible… ¿o sí?

La silueta de Sombra comenzó a cambiar, estaba alargándose, haciendo que la luz iluminara el claro con una intensidad impetuosa.

Cuando la luz desapareció, Stella se quedó muy quieta, mirando al lugar donde antes estaba su mascota.

Sombra ya no estaba, en su lugar, había un chico, quien la miraba fijamente.


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