La vislumbró desde la entrada de la casa, estaba sentada bajo el gran árbol del jardín, en el columpio que tanto le gustaba usar cuando era niña y que ahora sólo era usado cuando estaba tremendamente triste. Le partía el corazón verla así, desolada, deprimida, demacrada. Se acercó con pasos lentos y silenciosos, cuando llegó hasta ella, se puso de cuclillas para poder verle el rostro, ya que estaba cabizbaja y estando de pie no podía hacerlo. Gruesas lágrimas atravesaban sus mejillas rosadas, mientras un par de sollozos se le escapaban.
La miró fijamente, enternecido y triste a la vez. Besó su mejilla para consolarla y probó la sal que provenía de sus ojos, aquellos ojos color chocolate que tanto amaba, igual que a la poseedora de ellos. Aquel gesto hizo que ella explotara en llanto y se refugiara en sus brazos, sin poder contener mas la pena que le estaba envenenando el interior.
No dudó ni un segundo en resguardarla, haciéndola abandonar el columpio y quedando ambos arrodillados en el césped, que estaba húmedo. Su vestido, blanco con pequeños puntos negros, pareció sufrir las consecuencias de aquella acción, pero en aquel momento, la ropa manchada por lodo era lo que menos le importaba, no después de haberse quedado con el corazón en mil pedazos.
—Ya no llores, por favor…
Ella no decía nada y tampoco cesaba su llanto, haciendo que su interior se le desgarrara aún más. ¿Por qué la mujer que más amaba en el mundo tenía que sufrir de tal manera?
Sus cabellos rizados y pelirrojos estaban hechos un lío, tal como un nido. Aquel chico de ojos soñadores y cabellos negros los acarició, tratando, en vano, de acomodarlos. Sus sollozos cada vez eran más débiles y los latidos de su corazón volvían a estar al ritmo normal. Sin embargo, su rostro seguía hundido en el pecho de quien había ido en su auxilio.
Se puso de pie lentamente, levantándola con cuidado a ella también. Lo miró por primera vez; se reflejó en sus ojos y se sintió un poco más aliviada, aunque seguía sintiendo un hueco enorme en el pecho y una espina clavada en el corazón, sin mencionar que en sus labios color durazno no había el más mínimo indicio de una sonrisa.
—No seas tonta, si sigues aquí te vas a enfermar —exclamó él dulcemente, sonriendo medianamente—, el césped está mojado y no traes nada para cubrirte, está comenzando el invierno, Kat.
Ella asintió débilmente y entraron a la casa, donde la hizo sentarse en la sala y colocarse su chamarra para que no fuera a pescar un resfriado. Luego se dirigió a la cocina y le preparó un té de manzanilla, para que entrara en calor y, quizá, la calmara un poco.
—Brian, sabes que odio tomar té. —A menos de que esté endulzado con dos cucharadas de azúcar y servido en tu taza favorita.
Aquello la hizo sonreír.
—No sé qué haría sin ti. —Lo mismo de siempre. —Eres un bobo. —¿Me dirás por qué estás triste?
Fijó la mirada en la taza, no quería mirarlo. No podía decirle qué era lo que había pasado, era la única cosa que no podría contarle, no a él, su mejor amigo. Negó con la cabeza, dándole respuesta al cuestionamiento.
—¿No se supone que soy tu mejor amigo? —Sí, pero… hasta entre nosotros hay cosas que no nos decimos, ¿no es así?
Él tampoco contestó, lo que decía era verdad. Jamás le podría revelar a Kat su más grande secreto, ni siquiera por ser su mejor amiga. ¿Y es que cómo, siquiera, pudiera pensar en decirle que la amaba? Era algo que se guardaba para sí mismo y lo escondía en lo más profundo de su alma.
La amaba desde hacía años, muchos años.
Desde que tenía uso de razón, vivían al lado de la casa de la familia de Kat, ya que sus madres eran mejores amigas desde que cursaban la preparatoria. No había conocido a su padre, pero eso nunca le había hecho falta, aquella familia vecina era como la suya propia.
Recordaba cada detalle de Kat desde que era una niña: Como disfrutaba jugar con sus muñecas en la sala mientras su mamá cocinaba, claro, no sin antes haber invadido la cocina tratando de persuadirla para que la dejara “cocinar” con ella; corría de un lado a otro, siempre jalándolo del brazo para que la acompañara a ver televisión; cantaba sin importar si se desafinaba o si era alguna canción que a él no le gustaba y; sobre todo, amaba mecerse en el columpio abajo del árbol en el jardín, era su pasatiempo favorito. Podía ver cada una de sus fases, ya que su madre y él estaban todo el tiempo ahí, por eso tampoco era de sorprender que conociera la casa de cabo a rabo y pudiera entrar o salir cuando quisiera.
Eran inseparables, tanto así, que cuando el padre de Kat murió de un ataque cardiaco, Brian fue al único que aceptó ver después de que el funeral había terminado. Él era el único al que le compartía sus sentimientos, miedos y alegrías.
Y a pesar de que luchó mucho contra ello, todo eso logró enamorarlo.
Pero Kat no estaba enamorada de él, era tonto siquiera pensar en esa posibilidad. Desde pequeña, había sido una niña a la que todo el mundo halagaba por ser bella, no era de sorprender que, cuando se convirtió en adolescente, empezaran a lloverle prospectos. Aun así, no parecía muy interesada en la mayoría, prefería, como ella misma se lo había dicho, pasar tiempo con su chico especial, y ese era él; sabía que no lo decía en un plan romántico, sino amigable, casi hermanable.
Brian decidió entonces salir con alguien, llevaban dos citas, pero a pesar de su empeño, parecía no estar funcionando…
—Me voy a recostar un rato, tengo un ligero dolor de cabeza. —¿Segura que estás bien? Si quieres, puedo quedarme un poco más. —No te preocupes. —Sonrió sin ánimo—, veré la televisión un rato, estaré mejor para la cena. Nos vemos después.
Él asintió y la vio subir lentamente las escaleras, con desgano. Suspiró y se fue a su casa, esperaba que a la hora de la cena Kat estuviera mejor.
Kat llegó a su habitación, se dejó caer en la cama, tomó una de las almohadas y se hizo bolita mientras la abrazaba con fuerza. Sintió el calor proporcionado por la chamarra de su amigo y sonrió en automático, era como tenerlo a él abrazándola.
Luego recordó aquella escena que le había dejado el corazón en cachitos: Brian besando a una chica.
Parecía increíble, ni ella misma entendía en qué momento se había enamorado de él, pero era realidad, lo amaba; habían compartido tanto juntos, que ya le era difícil imaginarse la vida sin él.
Al principio, cuando su madre le sugería salir con alguna chica y se ponía celosa, pensaba que era sólo porque lo veía como su hermano mayor. Error.
Aquella tarde, mientras caminaba hacia su casa, los vio, estaba con aquella vecina rubia que vivía a dos casas de la de él. Siempre le había caído mal porque constantemente trataba de que Brian saliera con ella en lugar de quedarse en casa a acompañarla; claro, él nunca había aceptado hacer tal cosa, pero parecía que ahora al fin lo había conseguido. Sintió un hueco en el estómago al verla tomarle la mano y luego posar sus labios en los de él, aquellos labios que tanto deseaba probar y que, al parecer, nunca tendría.
Sabía que tenía que controlarse, aunque no pudo hacerlo. Corrió hacia su casa, esperando pasar desapercibida, pero no fue así. Minutos después, Brian había llegado a casa a consolarla y hacerle saber que estaba ahí para ella. Pero nunca estaría de la forma en que ella quería que estuviera.
A la hora de la cena, ambos estuvieron en un silencio abismal, lo cual sorprendió a ambas madres, quienes los miraban con curiosidad. Sufrían, cada uno aprisionando el amor en lo más profundo del corazón, sin saber que, desde hacía mucho tiempo ya, estaban enamorados el uno del otro y eran almas gemelas.
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